Gobierno: El laberinto de Piñera

Gobierno: El laberinto de Piñera

27 Abril 2021
A tres años de su segundo mandato sobra decir que “los tiempos mejores” no sólo no llegaron, sino también confluyeron en un irónico revés, evidencia que no debiera sorprender a nadie, considerando el hecho de que el triunfo de Piñera en diciembre de 2017 obedeció en gran medida a un voto de castigo.
Zamir Resk Facco >
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Con toda seguridad esta no es la primera columna escrita en emplear la metáfora del laberinto en referencia a las directrices del actual gobierno, asociadas en gran medida al excesivo personalismo del mandatario y un evidente exceso de confianza en el que se confunden una y otra vez las prioridades personales con el interés general, sojuzgando en medio las premuras del ciudadano común.

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A tres años de su segundo mandato sobra decir que “los tiempos mejores” no sólo no llegaron, sino también confluyeron en un irónico revés, evidencia que no debiera sorprender a nadie, considerando el hecho de que el triunfo de Sebastián Piñera en diciembre de 2017 obedeció en gran medida a un “voto de castigo”, útil al objetivo mediato de conquistar La Moneda, pero impávido ante el simple cálculo político, por no ser ya una mera licencia hacia la sana alternancia en el poder sino la más determinada expresión popular de hastío (hacia el oportunismo y desconexión de la clase política) que encontró en el Caso Caval y las constantes evasivas de Bachelet respecto al tema, la gota que rebasó el vaso. La gente se volcó a las urnas a derrocar un gobierno malogrado y demandar cambios reales en el siguiente.

De este modo, no es exagerado sostener que lo que se impuso en diciembre de 2017 no fue el programa de gobierno de Sebastián Piñera, ni las ideas de la centro-derecha, sino un básico eslogan: el de “los tiempos mejores”, sentencia de doble filo que en la práctica no calzó para nada con el verdadero programa de gobierno ni con la lectura del contexto realizada por el Presidente y su gabinete de Ministros, muchos de los cuales en sus declaraciones infortunadas y actitudes de soberbia y desarraigo de los últimos tres años (caso de Varela, Cubillos, Fontaine, Chadwick, Ampuero, Rojas, Pérez) atizaron aún más el descontento popular hacia la clase política, acelerando el tránsito de la esperanza a la frustración.

Volviendo al programa de gobierno: en ninguna parte -ni siquiera someramente- se recogía el guante respecto a los temas más sensibles al interés general de la ciudadanía, como son las mejoras en las pensiones, la gratuidad en la educación o acceso universal a la salud. En simple: el Gobierno se convirtió en principal presa y alimento de su propio marketing, y el electorado -como era de esperar- eligió desinformadamente.

El estallido social del 18 de octubre pilló por sorpresa al gobierno y lo arrolló aparatosamente, toda vez que no tuvo el acierto de predecirlo, aunque las señales fueron muchas y muy claras. Si bien esta coyuntura en general se lee desde la Ciencia Política y la Sociología como producto de la convergencia de variados movimientos sociales de génesis más bien esporádica y un aliciente en común (el descontento generalizado contra la clase política) es un hecho evidente que intervinieron también grupos de presión organizados, muchos de ellos antisistema, como así mismo movimientos políticos ciudadanos ligados a la lucha sindical, federaciones de estudiantes, el PC, la izquierda popular y el Frente Amplio.

El fárrago de octubre colisiona dos proyectos de sociedad difuminados: el de una democracia y sistema económico imperante por tres décadas, pero que hace tiempo llegó a su límite y hoy ya no da el ancho frente a lo exigido, versus una voluntad popular de desmontaje, que pese a su considerable triunfo en establecer un plebiscito de entrada hacia un proceso constituyente emblemático, sigue teniendo un horizonte acrático, encarnando un peligro real para la gobernanza democrática a partir de la inexistencia de un programa de futuro, de ideas fuerza y de liderazgos disruptivos. Dicha carencia intenta ser suplida inútilmente por los partidos políticos, ayer de masas y hoy casi cárteles, muy desconectados (todos) de la realidad social.

En medio de tan complejo contexto, es difícil determinar si la pandemia ha implicado una carga aún más gravosa para el gobierno o una salida inesperada para mantener el control de una sociedad completamente desbordada y que en un contexto sin pandemia, tal vez lo hubiera derrocado a comienzos del año 2020. En el silencio presuntuoso de sus convicciones smithianas, Piñera y su círculo de confianza (los técnicos del segundo piso y sus ministros más cercanos) se interna cada vez más en un laberinto minoico, a resguardo de la efervescencia pública y flotando en dos balsas que hoy se hunden: el régimen presidencialista y el Tribunal Constitucional, intentando replicar desde las decisiones de camarilla -tal teoría del chorreo- un excedente social ilusorio. Tras los muros del laberinto, la política disidente ensordece con el ruido las cacerolas y nos muestra su peor cara: la de una multitud sin norte y sin ideas, cuya única opción es extremar el descontento social para torpedear (o más bien rematar) al débil gobierno de turno pese a compartir los mismos pecados.

Tristemente, lo arriba expuesto: nuestra realidad política presente, reproduce al pie de la letra un análisis ya hecho por el propio Augusto Pinochet en su obra de 1983 “Política, Politiquería y Demagogia”, que trata a fondo el tema de la “vacuidad de la política”, justificando en la desconexión, en la decadencia, corrupción, desunión, oportunismo, anarquía y falsas expectativas generadas por la clase política de los años ’60 y ‘70, el salvoconducto que engendró el quiebre institucional y consecuente golpe de Estado de 1973, que a juicio del dictador trajo de vuelta el “orden” y la “cordura” en favor de los chilenos.

No sea cosa de que los estragos del COVID, la inoperancia del gobierno, el desmadre de la ciudadanía, la descomposición de los partidos políticos y la guerra por definir el destino del tercer retiro del 10% (punta del iceberg de un conflicto mucho más agudo, dado entre fuerzas que buscan destruir el sistema de capitalización individual versus sus sostenedores) nos lleven una vez más a tan reiterado destino en las repúblicas latinoamericanas: el cese de las libertades públicas o caída del “peso de la noche” en léxico portaliano.

Los golpistas (internos y externos) esperan siempre una oportunidad a la vuelta de la esquina, para imponer por la fuerza lo que no logran conquistar a través de las urnas y es por lo general cuando la palabra “dignidad” asoma reivindicativa en medio de crisis sistémicas que la democracia peligra con mayor definición su existencia, más aún en sociedades de exigua movilidad como la nuestra. En la dialéctica caos/orden -conviene no olvidar- el primer golpe lo dan los ciudadanos, el segundo las oligarquías.

Hay quienes piensan que nuestra suerte está echada y que a estas alturas el destino político de Chile es de pura incertidumbre, más si algo de ese destino resta en manos del Presidente Piñera, lo primordial es que logre salir del laberinto y que timonee al fin el barco que le fue confiado, definiendo en la altura de su cargo cuánto pesan los intereses creados (negocios liosos e investigadas triangulaciones con acciones y administradoras de fondos de AFP) frente a su ya muy publicitada convicción de servidor público. En sus manos está al menos cómo lo retrate la historia.

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