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De frente a una Nueva Constitución: ¿El consumidor debe ser parte importante de su contenido?

28 Septiembre 2020

La pregunta que surge es, ¿cuántas veces más deberemos soportar la palabra “inconstitucional” en proyectos que sólo buscan otorgar mayores derechos y reglas del juego más claras en materia económica?

Pablo V. Rodríguez >
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A partir del 18 de octubre del año 2019 comenzó en Chile un proceso que para muchos era una simple fantasía o sueño irrealizable, pero que la unión de la ciudadanía y los movimientos sociales hizo posible: discutir sobre la necesidad de una nueva Constitución para Chile.

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La Constitución Política de un país se constituye como la norma máxima fundamental de un Estado, que cimienta la construcción de una democracia y permite a las personas, naturales y jurídicas, tener derechos, pero también límites a esos derechos. Quien señale que esta norma no sirve de mucho y que nada cambiaría si se llega a aprobar una nueva Constitución, posiblemente no conoce la historia de la humanidad; y mucho menos conoce la historia de los Estados modernos y las democracias plenas.

El asunto es que discutir una nueva Carta fundamental, definitivamente nos llevará a poner sobre la mesa diferentes temas que son de interés de la sociedad, en los que debe haber unos mínimos consensos que permitan una convivencia pacífica y así garantizar una democracia que respete los derechos esenciales de las personas.

Uno de estos temas, que finalmente determina la forma en que nuestro país se organizará en la satisfacción de sus necesidades, es qué economía queremos en el futuro.

Actualmente, la Constitución del año 1980 consagra la libertad económica (o también llamado neoliberalismo) como principio vector del desarrollo económico del país, estableciendo de manera transversal la subsidiaridad del Estado como base del desarrollo de la sociedad, es decir, establece que el Estado sólo intervendrá en aquellas ocasiones en que un particular no pueda o no quiera hacerlo, y asumirá más bien un rol de espectador en la economía.

Lo anterior llevó a que durante casi tres décadas existiera una total libertad en la manera en que se constituyeron y desarrollaron negocios, abriendo paso al despojo del rol económico del Estado, privatizando sus empresas, favoreciendo la inversión extranjera y acorralando todo acto que entorpeciera la libertad de empresa.

Sin embargo, el año 1997 se marca un hito en la historia nacional, ya que se publica la Ley N°19.496, que establece normas sobre protección de los derechos de los consumidores y que viene a establecer una especie de “contrapeso” a la libertad que en ese tiempo había en la economía.

No obstante lo anterior, la legislación de protección de los consumidores y consumidoras, que al final del día somos los ciudadanos y ciudadanas ejerciendo actos de consumo en el mercado, no fue suficiente y no logró dar la protección ni “nivelar la balanza” como se quería. Por lo mismo, posterior al año 1997 fueron múltiples las reformas que se incorporaron al cuerpo normativa, todas buscando robustecer a la parte débil en las relaciones de consumo. Sin embargo, la imponente libertad de empresa, esa que garantiza nuestra actual Constitución, siempre ha logrado pisotear los derechos de los consumidores y consumidoras.

Ejemplo de ello fue la última gran reforma de la que fue objeto nuestra Ley, que buscaba configurar un gran sistema de protección de los derechos de los consumidores, fortaleciendo la institucionalidad del Estado para tal objeto, entre otras innovaciones. Sin embargo, y como mediáticamente fue conocido, esto no se logró del todo, porque el ya conocido Tribunal Constitucional declaró inconstitucional las normas que pretendían otorgar dichas fortalezas al Servicio Nacional del Consumidor.

Entonces la pregunta que surge es, ¿cuántas veces más deberemos soportar la palabra “inconstitucional” en proyectos que sólo buscan otorgar mayores derechos y reglas del juego más claras en materia económica?

Es ahí donde se debe establecer que la protección de los derechos e intereses de los consumidores, la existencia de una institucionalidad pública y privada (asociaciones de consumidores) y poner en el centro del desarrollo económico a la persona debe ser parte de una eventual nueva Constitución Política, como así lo han entendido gran parte de las Constituciones de América Latina; la Unión Europea y otros países más.

El consagrar constitucionalmente al consumidor como un actor y agente importante de la economía no es entorpecer la inversión o desfavorecer a la empresa, sino más bien es fijar reglas claras, es establecer límites esenciales a toda actividad empresarial, pero por sobre todo, es entregar dignidad a las personas que concurren al mercado de bienes y servicios para satisfacer sus necesidades.

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