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Testimonio desde Penco para cambiar la mirada en la Teletón

06 Marzo 2010
El viaje a Penco en busca de familiares se trasformó en un tránsito del horror ante tanta desolación, del miedo y los prejuicios ante los saqueos, a la esperanza y una nueva manera de mirar. Por Pedro Verdugo
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El lunes viajé a Penco en busca de una parte de mi familia. Gracias a eso pude mirar la catástrofe cara a cara, sin mediatizar por una pantalla de televisión, ni por las interpretaciones enrabiadas o sensibleras de un periodista cansado. No hace falta retratar el dolor ya visto, ni la magnitud de la tragedia. Familias desaparecidas, sobrevivientes desesperados, poblaciones enteras aterrorizadas por amenazas reales e imaginarias. Todo eso nos lo han mostrado los medios, y yo pude verlo también allí en vivo.
Pero si tengo que rescatar algo, es lo que resume una frase que mi amigo Eduardo dijo hace poco en Twitter: qué buena escuela de ciudadanía está siendo el terremoto.
Esa noche en Penco vi muchas cosas que me alarmaron. Ante todo, la fiebre alucinógena del temor a las turbas de saqueadores. Los vecinos, organizados como nunca antes, habían destacado sus propios grupos de vigilancia en los accesos al barrio. Casi todos armados con palos. Los acompañé a la luz de una hoguera, alucinando yo también.
Cuando entramos en confianza, les pregunté cómo habían vivido ellos el terremoto.
Me hablaron del terror de la primera noche. Sin luz, no tenían información de ningún tipo. Las linternas no bastaban para examinar correctamente sus propias casas y hacerse un juicio de si eran o no seguras. Así que pasaron la noche en plena calle, entre el miedo y el asombro, completamente a oscuras.
Me hablaron de los saqueos, de cómo el supermercado local había sido vaciado. Yo recordé haber visto un video en YouTube donde aparece justamente el saqueo de aquel supermercado. Aquel saqueo justificaba todos los terrores que nos mantenían en vela durante la noche y que los habían obligado a organizar la defensa de sus casas a pesar de que carabineros y militares ya habían decretado el toque de queda.
Pero la conversación dio un giro inesperado cuando uno de los vecinos hizo una confesión: yo participé en el saqueo del supermercado. ¡Guau! ¡Eso sí era una confesión!. Más interesante es que no pareció sorprender a nadie más que a mí y a Eduardo, mi cuñado, que había llegado conmigo desde Santiago. El fenómeno era muy simple: mientras esperaban que el local abriera sus puertas, ya cerca del mediodía, dispuestos a comprar, vinieron unos tipos (obviamente nadie sabe quiénes son) y forzaron la puerta. Compulsivamente, los que estaban allí los siguieron, entraron y sacaron lo que encontraron. El confesado se justificaba: se hubiera sentido idiota si no entraba a sacar él también un paquete de tallarines para su familia, dado que el saqueo ya había comenzado.
Ahí me cayó una teja: el susto que nos tenía paralizados en las calles, era producido por una turba que no existía (al menos no allí), porque estaba compuesta mayoritariamente por gente como ellos mismos. Gente que no asaltaría una casa, que no asesinaría a nadie, y que definitivamente no tenía el propósito de ir robando por la vida. ¿Qué había pasado entonces? Que al participar masivamente del saqueo habían producido ellos mismos aquel monstruo tenebroso que más tarde poblaría sus pesadillas.
No estoy diciendo que no haya delincuentes aprovechando la situación. Al contrario, los hay con y sin terremoto, y a menudo son peligrosos. Lo que digo es que si aquel día los vecinos hubieran frenado a los dos o tres instigadores del saqueo, nunca se hubieran llenado de miedo, porque el fenómeno del saqueo no hubiese acontecido. Pero para eso se hubiera necesitado condiciones que no estaban presentes cuando los hechos se precipitaron:
La claridad mental de que los miembros de la comunidad tienen mejores oportunidades de sobrevivir cuando cuidan el todo que cuando sólo se cuidan a sí mismos. Visto así, un supermercado es un depósito de recursos extremadamente valioso en tiempos de catástrofe. Cuidarlo y administrarlo garantiza de mejor forma el bienestar de todos que saquearlo.
Un conjunto de certezas mínimas referentes a las declaraciones y las promesas que se podrían esperar de las autoridades locales dadas las circunstancias. Y en su ausencia, la confianza de vivir en una institucionalidad que en poco tiempo resolverá la forma de traerles la ayuda que necesitan.
Un liderazgo fuerte y positivo capaz de hacer ver estas cuestiones y de levantar, en oposición al saqueo, la opción de la gestión del supermercado como alternativa más ventajosa para la comunidad.
Estos síntomas, que sospecho se repitieron en todo el país, acusan cierta inmadurez en la forma de pertenecer y participar de la comunidad por parte nuestros ciudadanos. Y es probable que si la catástrofe nos hubiese golpeado más fuerte acá en Santiago, hubiésemos tenido síntomas similares (no me olvido que hubo un par de intentos de saqueo en Quilicura y otras comunas).
Pero también inmadurez en los medios de comunicación, que multiplicaron el vértigo dándole más cobertura a los saqueos que a los heroicos esfuerzo de los rescatistas. Que obligaron a la opinión pública durante el domingo y el lunes a mirar la insensatez de unos pocos en vez de la lucha por reponerse de las muchas víctimas. Que a su modo “saquearon” ellos también, aprovechando las escenas más truculentas disponibles para ganar rating a costa del estado de ánimo de la población asustada.
Y también de algunas autoridades, que presagiaban los saqueos cuando aún no ocurrían y que sembraban el pánico por los medios en lugar de propagar la calma.
Quiero decir: de algún modo todos fuimos parte de aquel fenómeno espiral que nos embriagó de miedo el domingo y el lunes. Todos pecamos de esa inmadurez de no poner el foco donde había que ponerlo.
Con el paso de los días eso ha ido cambiando. En parte porque el gobierno finalmente desplegó efectivos de las Fuerzas Armadas para reforzar la seguridad en las calles. Pero también porque las dificultades han ido obligándonos a cambiar nuestro modo habitual de hacer las cosas. Los vecinos asustados de los primeros días, en muchos barrios que están sin servicios o con secuelas serias del terremoto y los tsunamis, han ido organizándose con mayor efectividad en torno a los problemas y los intereses comunes. Los medios han ido aprendiendo a aquilatar el foco para ponerlo en lo que hay por salvar y construir (bueno, la mayoría). Y los aventajados que sufrimos pocos daños e incomodidades hemos ido comprometiéndonos de manera creciente con el proceso de reconstrucción que viene. Reconstrucción no sólo de los caminos y las construcciones, sino también de la alegría y el orgullo de tener una patria no sólo hermosa, sino digna, democrática y pacífica. La solidaridad es uno de los pilares del espíritu que animará ese proceso de reconstrucción.
Y si lo hacemos bien, si cada uno pone lo mejor de sí, quizás mañana podamos mirar serenamente lo sucedido como una oportunidad de reencontrarnos en forma definitiva unos con otros, reunidos en torno al sueño compartido de que haya futuro más allá del horizonte del tiempo, un futuro para nuestros hijos y nuestros nietos, donde cada miembro de esta comunidad inmensa que llamamos Chile sepa que tiene en todos los otros a sus compañeros de ruta, como hermanos fieles que le tenderán una mano cada vez que la vida así lo exija.

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